Ivan Zalazar era un muchacho más de los tantos que inundaron los pasillos de la villa durante su adolescencia. Se paraba noches y días enteros en alguno de ellos junto a sus amigos. Se embriagaba o gemía piropos a las chicas que, zarandeando sus caderas, pasaban delante de sus ojos. El tiempo se enterraba bajo las baldosas escritas con el nombre del Intendente de turno. Poco a poco se había ido quedando solo, sus sombras desaparecieron tras la marginalidad; el súper Yo empedró sus caminos hasta la parca, las celdas o un cartón. Poco a poco fue comprendiendo la necesidad de levantarse, su destino no estaba marcado si se alzaba junto a otros; quería salir de la miseria, la mierda de los perros y el barro en sus zapatillas viejas.
Ya tenía veinte años, recordaba aquél pasado sin cicatrizar. Aún vivía en la villa, estaba desocupado. Había dejado las drogas, el alcohol y de pintar para el PJ por unos gramos de poder. El reloj resucitaba de entre las baldosas. Su padre y hermano menor ya habían muerto en la obra en la que trabajaban, su madre no dejaba de fregar mugre ajena para sobrevivir. El mencionar donde vivía le cerraba las puertas donde hubiese podido dejarse explotar.
Ese 20 de Diciembre, colándose en el tren, fue hasta la plaza de Mayo. Ya atrás había quedado el supermercado del día anterior. Por fin desayunó con galletitas dulces. Ahora iba por todo. Marchó. Combatió. Hizo retroceder a la policía. Se sintió bien. Tomó el toro por las astas. Pero no le alcanzó, o mejor dicho, solo lo alcanzó una bala de la reacción. Y murió. Pero esta vez no fue como con sus amigos de la adolescencia. No solo sus madres y amigos lo lloraron. Los explotados lloraron por él. Sobre sus huesos juraron vengarlo.
Ya tenía veinte años, recordaba aquél pasado sin cicatrizar. Aún vivía en la villa, estaba desocupado. Había dejado las drogas, el alcohol y de pintar para el PJ por unos gramos de poder. El reloj resucitaba de entre las baldosas. Su padre y hermano menor ya habían muerto en la obra en la que trabajaban, su madre no dejaba de fregar mugre ajena para sobrevivir. El mencionar donde vivía le cerraba las puertas donde hubiese podido dejarse explotar.
Ese 20 de Diciembre, colándose en el tren, fue hasta la plaza de Mayo. Ya atrás había quedado el supermercado del día anterior. Por fin desayunó con galletitas dulces. Ahora iba por todo. Marchó. Combatió. Hizo retroceder a la policía. Se sintió bien. Tomó el toro por las astas. Pero no le alcanzó, o mejor dicho, solo lo alcanzó una bala de la reacción. Y murió. Pero esta vez no fue como con sus amigos de la adolescencia. No solo sus madres y amigos lo lloraron. Los explotados lloraron por él. Sobre sus huesos juraron vengarlo.
(2001)
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