Presuroso, el hombre abrió la puerta de vidrio. Al entrar al cine, comprobó que estaba lleno de personas extrañas, un bullicio inundaba cada rincón. Mucha gente para un día de semana -pensó.
Se sacó el piloto y dejó que la lluvia que había alcanzado cayera sobre el hall. Luego se lo volvió a poner. Hacia frío. Los charcos de agua que dibujaban desconocidas formas sobre los -hasta hace poco- brillantes baldosones, hacían que el húmedo sopor se mezclara con la angustia de aquéllas personas. La imagen del templo cristiano lo asustó un poco.
El hombre, cuarentón, caminó entre el laberinto hasta el baño, el cual había ubicado primero mirando sobre ese mar de cenizas y estrellas. Caminó hasta el baño, entró y se ocultó sobre el inodoro más lejano; fetal y sudoroso exaló fingiendo tranquilidad. Esa era su isla, con playas de papel higiénico y aguas anaranjadas. Allí estaba, solo, temeroso e irascible; con fuego en su interior. El vino barato también le caía mal.
Quiso fumarse un cigarrillo. Buscó uno en el bolsillo del piloto. Puta- exclamó entonces al darse cuenta de que estaba demasiado mojado. Pero igual esbozó una sonrisa; arrugado y rancio pudo llevarse un cigarrillo a la boca. Aunque no le duró demasiada: no tenía fuego. Tendría que salir.
El hombre, barbado y de blanca camisa taiwanesa, se levantó y salió nuevamente al hall. Allí las voces, excepto una, ya se habían callado. Esa voz -seca y bien vestida- gritaba, gemía, condenaba o adoraba. Se detuvo tan solo unos minutos para oír más atento. Luego siguió avanzando entre la gente, repitiendo: -Afuera hay fuego, donde la ciudad se embebe con el óxido del éxodo.
Salió a la calle, donde ya poca gente deambulaba; donde ya casi no llovía. Caminó hacia la persona más cercana, que esperaba el colectivo. Le pidió fuego. Ella no tenía más que lindos pechos. Le preguntó entonces al otro miembro de la cola, un muchacho que de reojo se la vio venir. Éste si le dio.
El hombre, esquelético, moreno y de negros jeans gastados, aspiró profundamente y miró a ambos lados de la calle. Luego cruzó hacia otro lugar. Pensó en el bar, pero estaba cerrado. Hasta las ocho no abría. Pensó entonces en la casa de Alina, ella debería estar. Más sereno, aminoró su marcha.
Caminó unas cuadras, meditabundo; hundiéndose en lo más profundo de sus ideas. Al llegar frente al viejo edificio se detuvo y tocó el portero eléctrico. No lo atendió Alina, sino otra voz femenina que le indicó:- Alicia vive en el 3o D, este es el 3o C. Tocó en el 3o D. Alina le pidió que lo esperara. No tuvo tiempo para preocuparse, ella no tardó en bajar.
El hombre, cuyo documento decía que se llamaba Aurelio Molinari pero que el barrio -ya olvidado- había bautizado como “Perico” por su nariz aguileña, entró al ascensor junto a quien decía ser su amante. ¿Que te pasa?- le preguntó ella antes de besarlo. Él no contestó.
Entraron al departamento. Él se echó sobre el sillón. Ella desapareció tras unas cortinas hindúes. Recién entonces reparó en los cambios que ella había hecho. Le gustaron. Esa habitación regaba de placer sus sentidos. Buscó otro cigarrillo. Recordó nuevamente que no tenía fuego, y que tenía miedo. ¿Se lo decía o no?. Lo haría.
El hombre, cristiano y feo, eligió pararse al verla regresar.
-¿Que te pasa?- insistió ella.
-¿Te acordás del billete de lotería que compré a medias con mi hermano?...- Ella sonrió. Él restregó sus manos neuróticas- ...salió ese número...
Ella volvió a sonreír y lo abrazó.
- ...y mate a mi hermano para quedarme con todo.
Las sirenas se oyeron a los lejos. Él volvió a huir, esta vez por los techos.
Se sacó el piloto y dejó que la lluvia que había alcanzado cayera sobre el hall. Luego se lo volvió a poner. Hacia frío. Los charcos de agua que dibujaban desconocidas formas sobre los -hasta hace poco- brillantes baldosones, hacían que el húmedo sopor se mezclara con la angustia de aquéllas personas. La imagen del templo cristiano lo asustó un poco.
El hombre, cuarentón, caminó entre el laberinto hasta el baño, el cual había ubicado primero mirando sobre ese mar de cenizas y estrellas. Caminó hasta el baño, entró y se ocultó sobre el inodoro más lejano; fetal y sudoroso exaló fingiendo tranquilidad. Esa era su isla, con playas de papel higiénico y aguas anaranjadas. Allí estaba, solo, temeroso e irascible; con fuego en su interior. El vino barato también le caía mal.
Quiso fumarse un cigarrillo. Buscó uno en el bolsillo del piloto. Puta- exclamó entonces al darse cuenta de que estaba demasiado mojado. Pero igual esbozó una sonrisa; arrugado y rancio pudo llevarse un cigarrillo a la boca. Aunque no le duró demasiada: no tenía fuego. Tendría que salir.
El hombre, barbado y de blanca camisa taiwanesa, se levantó y salió nuevamente al hall. Allí las voces, excepto una, ya se habían callado. Esa voz -seca y bien vestida- gritaba, gemía, condenaba o adoraba. Se detuvo tan solo unos minutos para oír más atento. Luego siguió avanzando entre la gente, repitiendo: -Afuera hay fuego, donde la ciudad se embebe con el óxido del éxodo.
Salió a la calle, donde ya poca gente deambulaba; donde ya casi no llovía. Caminó hacia la persona más cercana, que esperaba el colectivo. Le pidió fuego. Ella no tenía más que lindos pechos. Le preguntó entonces al otro miembro de la cola, un muchacho que de reojo se la vio venir. Éste si le dio.
El hombre, esquelético, moreno y de negros jeans gastados, aspiró profundamente y miró a ambos lados de la calle. Luego cruzó hacia otro lugar. Pensó en el bar, pero estaba cerrado. Hasta las ocho no abría. Pensó entonces en la casa de Alina, ella debería estar. Más sereno, aminoró su marcha.
Caminó unas cuadras, meditabundo; hundiéndose en lo más profundo de sus ideas. Al llegar frente al viejo edificio se detuvo y tocó el portero eléctrico. No lo atendió Alina, sino otra voz femenina que le indicó:- Alicia vive en el 3o D, este es el 3o C. Tocó en el 3o D. Alina le pidió que lo esperara. No tuvo tiempo para preocuparse, ella no tardó en bajar.
El hombre, cuyo documento decía que se llamaba Aurelio Molinari pero que el barrio -ya olvidado- había bautizado como “Perico” por su nariz aguileña, entró al ascensor junto a quien decía ser su amante. ¿Que te pasa?- le preguntó ella antes de besarlo. Él no contestó.
Entraron al departamento. Él se echó sobre el sillón. Ella desapareció tras unas cortinas hindúes. Recién entonces reparó en los cambios que ella había hecho. Le gustaron. Esa habitación regaba de placer sus sentidos. Buscó otro cigarrillo. Recordó nuevamente que no tenía fuego, y que tenía miedo. ¿Se lo decía o no?. Lo haría.
El hombre, cristiano y feo, eligió pararse al verla regresar.
-¿Que te pasa?- insistió ella.
-¿Te acordás del billete de lotería que compré a medias con mi hermano?...- Ella sonrió. Él restregó sus manos neuróticas- ...salió ese número...
Ella volvió a sonreír y lo abrazó.
- ...y mate a mi hermano para quedarme con todo.
Las sirenas se oyeron a los lejos. Él volvió a huir, esta vez por los techos.
(2002)
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