IX
La pensión era una alteración temporal de los espíritus; sucia y antigua oprimía cualquier concepto de comodidad física o mental. Estaba dividida en siete cuartos y un pseudobaño que
-detenidos en el tiempo- albergaban malandras, escritores, prostitutas, tarotistas o universitarios. Enclavada en cualquier barrio porteño, su derruida fachada no llamaba la atención de casi ningún transeúnte. Era solo un largo pasillo donde se entremezclaban hojas secas, colillas de dudoso origen y profilácticos usados; para finalizar en el pequeño patio de baldosas rojas y blancas. A esto se le sumaban los ladrillos apilados anárquicamente por los rincones. El hedor que escapaba del baño le daba un ambiente apacible, solo interrumpido por el ladrido de un perro viejo, perro que alguien supo abandonar hace más de una década y que ahora -tembloroso- se acurruca junto a la puerta del dueño.
El dueño era un tano que llegó a la Argentina en los ‘50, huyendo de la justicia partizana. Grande, gordo, picado de viruela y con un gran mostacho cano; pasaba sus días echado en un sillón de mimbre.
-¡Ío stragna al Duce!- decía con frecuencia.
-¡¿Por qué, Don Salvatore?!- le preguntaba algún contertulio ocasional

-Con íl nu había robo ni mariggina, tutti lavorabamó... ¡Mi caro Italia era grandiosa!
-...mi caro Italia era grandiosa - repetía melancólico, extrañando aquellos años .

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El fuego devoraba insaciable centenares de libros, revistas y periódicos; apilados en alguna esquina de la ciudad capital. Decenas de cabezas de tortuga y comandos se apostaban junto camiones hidrantes, patrulleros y dunas blancos. El sagrado culto queria contener a obreros y estudiantes.
-¡Atrás subversivos! ¡No podrán salvar esta literatura sacrílega – le gritó el comisario a la muchedumbre.
Un profeta urbano entonces sentenció: -¡Por cada libro que quemes, Diez serán lo que se escribirán relatando la lucha de quienes los vengamos!. Luego, el comisario calló, encendió un cigarrillo y ordenó reprimir.

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La tienda estaba desolada. Una muchacha de unos trentipico completaba un crucigrama apoyada sobre el mostrador de madera tallada
-¡Hola! ¿el Señor Faggio?- interrumpió, tímidamente, una voz.
-No está. ¿En que te puedo ayudar?
-Venía por el empleo.
-Ah. Sentate que ya estoy con vos.
El mendigo se sentó.