III
El teatro de los sueños se elevaba sobre las derruidas construcciones aparcadas en la mente del mendigo, donde el resto de la humanidad jugaba a ser algo que satisfaga sus egos. Una noche más, alguien golpeó su puerta.
- Disculpe, ¿es aquí donde regalan sueños? - preguntó una joven.
-¿Estás segura de que los quieres?
Él dudaba si ella había caído lo suficiente como para entender lo que allí se regalaba. Sacó la traba de la puerta y, dejándose ver envuelto en una larga toga lila, pronunció las palabras que la muchacha oiría en sus noches para siempre:- No amerítas gozar de un pedazo de nuestro teatro. Tus caídas son solo vulgares falacias de quiénes nosotros despreciamos.
-¡Por favor! Déjeme entrar
-rogó lagrimeando- Me di cuenta que, encerrada allí abajo, desfiguro la esencia del ser .
No alcanza. Necesita el coraje para romper con todo lo que, por años, fue; lo que, por años, habitó dentro de su cabeza. Esa joven pedía demasiado. Él cerró la puerta. Ella insistió. Cansado, volvió a abrirle pero, ésta vez, desnudo.
-¿Y mi alma?¿ y mi espíritu? Cientos de veces les oí decir que son más importantes que la razón misma; que ellos enaltecen la posibilidad innata del ser de superarse y de dejar de lado la lógica formal.
Él dudaba si ella estaba dispuesta a corroer su cuerpo, a esculpir su cerebro, a llenar su esencia en una mística conexión con el Cosmos. Se lo preguntó. Ella calló por unos largos minutos. Luego cayó de rodillas y exclamó:-No es justo que no pueda recibir tu regalo. Mi realidad es un laberinto, por eso renuncio a todo...
-¡¿No es justo?! Tú no entiendes lo que es la justicia...
La lluvia selló sus labios. Entonces tan solo atinó a tomarla del brazo y empujarla, toscamente, hacia el interior del teatro. Unos demonios aspiraron una línea más.

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El Señor paseaba inquieto por el jardín de su suntuoso castillo, pobre reflejo de su cárcel mental. Caminaba pensativo buscando entre las rosas cultivadas por él mismo alguna razón que le permita escudriñar dentro de su corazón, escudriñar una llave al paraíso.
-¿Cómo podré salir de mi prisión si el responsable de ella es mi propio cráneo extenuado?
Él dudaba que alguien osara extenderle la mano, él sabía que ignoró por años los lastimosos quejidos moribundos de cientos de esclavos asalariados. Ahora ya era tarde. Los esclavos marchan -llenos de ira- hacia su castillo, convencidos de que solo derrumbándolo conseguirán su libertad.