Estoy agotado. Fin de año me mata. Y mucho más porque odio convertir esto en una especie de diario. Contarle en este tono confidencial, sin máscaras retóricas, mi cansansio. Pero bue, la siesta con ventilador enfría mis cabeza y no me deja razonar bien. Pero bue, la baba viscosa que produce mi boca porque fumo menos de lo que me pide mi cuerpo me vuelve así, incómodo.
Hoy jugué a pibe de barrio que se desespera por ser popular. Las vueltas de la vida hizo que, al salir de mi laburo, el chofer del colectivo sea un amigo. Y fui a dar un par de vueltas por ahí. Sol, gente puteando, casi box con un pasajero, una pizca de política, me entretuvieron esta tarde. Ya ahora, al caer la noche, el miedo de confiarme demasiado para un exámen de mañana late, gana, ruge. Pero bué, estoy hecho este año. ¿Será por eso, por la falta de costumbre de que los balances sean positivos, es que mi cabeza está helada y mi boca viscosa en realidad? Andá saber. No importa, al levantarme e ir a la caja a pagar mi cuenta, al salir y cruzarme con personas apuradas que se miran en las vidrieras, al andar en este mundo, no podré evitar cruzarme con bestias enajenadas (y lo que pensaba serían cuatro renglones escritos porque odio a que siga arriba de este blog la videoteca se volvieron un poco más).
Me aburre la rutina. Me aburre ir a un asado con viejos amigos y tener que contar mi nuevos logros. Prefería contar las monedas para el picadillo. Prefería avisar que no tengo plata para poner para la carne y avergonzarme de que nada nuevo (y bueno) había bajo el sol para contarles a los condescendientes. Me aburre. Preferiría. Pero mis huesos son más rápidos que mi cabeza. La neurosis ya no se bate a duelo con mis manos. Mi mente lancasteriana (no es pedancia, es información que ha quedado luego de un año de perseverancia -ese valor universal), mi mente lancasteriana lleva al orgullo de ser (y la represión la dejé en el cenicero aunque mi compañera -la unica lectora fiel y brutalmente crítica- pregunte y pregunte porque digo estas cosas en tiempos que se parecen a La casa de la pradera y no a un psicological trhiller).
Suena el despertador, pongo pausa, abrazo a mi chica y piensa en la cara del polvo de anoche. Suena el despertador, lo apago, salto de la cama y huelo mis sobacos para comprobar si debo bañarme. Entonces, o me baño o me pongo el pampero (cuanta gente ha robado, ro-ba-do, contando estas boludeces. ¿cuanto la existencia, su dinámica, pesa para hacer poesía? ¿Acaso no se han hecho grandes historias con autistas o tetrapléjicos?)
¡Cuán lejos ha quedado el método de autodestrucción creativa! ¡Cómo revolotea por mi cabeza la censura a aquellos que tienen en sus brazos un hijo y no escriben todo el tiempo sobre él!
Mierda. ¿Tan lejos quedaron los `90? (no puedo evitar imaginar los comentarios pateticamente mordaces de un antropólogo).
Mierda. ¿Esto de querer a la gente y de odiarla a la vez dejará de ser cruel con mi salud mental?
Mierda. Pappo, y un cierre de antología: Hombre suburbano.
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