I
Las torres del palacio se levantaban como dinosaurios que devoraban sus propias colas. Las lunas rechinaban contra un arcón. Semillas luchaban por su existencia desde un vasito de yogurt.
El mendigo entró a la alcoba y recorrió lentamente con su mirada la amplia habitación. Se detuvo ante la enorme cama de sábanas de seda y sangre de gallinas muertas, y se estremeció al descubrir sobre ella una niña de unos quince años que, totalmente desnuda, jugaba con su larga cabellera negra y se perdía tras las estrellas con su brillante piel, que se reflejaba como el reprimido deseo de quienes habitan la oscuridad.
-¡Hola! ¿Quien eres tú?
Él sabía que era un mendigo con el que álguien decidió jugar nuevamente y que puede lastimarla. No está acostumbrado a tratar a la gente con ternura; tantos años de cargar bolsas y cruces, de pelear en la calle y en su mente, y de cortarse las venas mil veces, han ajado su espíritu de tal forma que no puede sentir.
Dio media vuelta dispuesto a marcharse.
-¡Deténte! No puedes dejarme aquí, soy un producto de tu mente, y por lo tanto solo tú puedes poseerme, hacerme feliz…
-¿Hacerte feliz?

Él sabe que no puede hacer feliz a nadie. Solo le enseñaron a odiar, a mentir, a llorar…
-…a soñar, a imaginar…
-¡Mentira! -respondió. Luego se volteó y casi desesperado se acercó a la cama. Solo para ella esas son virtudes. Para él son un eterno castigo, una celda donde sucios dragones escupen sus mandamientos. Poder imaginar y poder soñar lo llevaron a nadar entre las lágrimas de los fantasmas de su pasado, a apuñalar pobres mentes estrechas, a abandonar lugares donde el sol brillaba.
-No te sientas culpable, no eres el único, solo eres un deseo más cumplido por la sociedad.
-¡¿Cómo?!


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La pizzería estaba desolada. Una muchacha de unos treinta y pico hablaba por teléfono apoyada en el mostrador.
-¡Hola! ¿El Señor Raggini?- interrumpió, tímidamente, una voz.
-No está ¿En que te puedo ayudar?
-Venía por el empleo.
-Ah. Sentate que ya estoy con vos.
El mendigo se sentó.