La casa de los gritos

Cuando era chico, y nos escaparnos al baño del colegio a fumar,
algunos de mis cómplices decían que
si el primer cigarrillo del día, en ayunas, no hacía dolerle la cabeza
era porque eras un fumador consumado.
Nunca lo intenté, no porque me pareciera una estupidez,
sino porque la costumbre de levantarme tarde
ignoraba el desayuno para pasar directamente al almuerzo...

No era el lugar ni la distancia, no era la muchedumbre ni la companía, no era el alcohol ni la falta de marihuana. Estuve días pensando porque no disfruté al máximo el sábado. Y hoy, hambriento, tal vez pueda entenderlo.
El silencio del público, la sensación de gritarle a gente aún desconocida que sería enterrada en un cajón de manzanas, merecía la falta de murmullo, generaba esa sensación de asfixia alocada, obligaba a expulsarme de allí a patadas. Y yo, entrado en años, no pude soportalo. No pude soportalo, ya no, no pude soportar lo que sentía y hacía sentir. Atrás quedo eso que me hizo escribir eso, atrás quedaron los epitafios.

(Y lamento haber callado cuando me agradecías
haberles escupido en la cara,
lamento solo haberte mirado desconcertado sin saber que decir)


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