Cheveló

Recién en su tercer día de trabajo Cheveló se convenció que esa escuela era una más: una escuela-invento de los `90. Sin embargo, en ésta, afortunadamente los estudiantes no acuchillaban compañeros o golpeaban maestros.
Como en las anteriores, Gerardo Cheveló, epiléptico, no tenía donde justificar sentarse a tomar un té. La portera titular -la fortuna lo acompañaba una vez más- le había aconsejado que cuando estuviera harto de limpiar mugre ajena, se escapara al patio fingiendo que barría. Le haría caso.
Por esas cosas de la vida, o de tener que deambular de escuela en escuela hasta que la puntera del sindicato se apiadara de él, ya conocía a la titular. Y por ello le creía a esa mujer, de esas que fingía trabajar, o mejor dicho creía que su trabajo era chuparle las medias a la directora de turno (o director, caso más embarazoso de por sí).
Gerardo tenía otro consuelo. Era una “ECV”. Y como tal, reforma mediante, convivía con el polimodal ¡Vaya uno a saber si esos engendros lograrían tener edificio alguna vez! Lo importante era que, como el viejo film italiano de los obreros al paraíso, nuestro Gerardo (porque ya es nuestro este muchacho con el cual Yahvé, Alá, Mazda -o quién sea- se había ensañado furibundamente) tenía mujeres-niñas con quién distraerse. Y de todos los colores, pesos y estaturas.
Desde el primer día sus ojos, hambrientos, disimulaban cuando miraba el culo, las tetas o simplemente los labios de alguna de las niñas-mujeres que asistían al colegio. Pero, fastuosidad platónica si las hay, había “elegido” a una. Ella, si sus cálculos pedófilos no lo engañaban, tenía quince años. Aún no sabía su nombre pero, ya al mediodía de ese tercer día, la había tomado de su cintura (que seguro medían algo así como 63) y la había besado en sus labios fingiendo ternura.
Gerardo no podía esperar mucho de la vida. Las siete plagas (modernas) estaban encarnadas en él: presente epiléptico, padre suicida, madre abandónica, ojo tuerto, cuerpo flacucho y entendederas cortas -un par de cosas- lo acosaban diariamente. La bonhomia era entonces su principal regalo divino.
Cheveló cada día de su vida pretendía llegar a la noche agotado, para no transitar lo único que un humano promedio puede controlar: esos minutos que pasan entre el momento en que se apoya la cabeza en la almohada y el momento en que, agobiado de sueños o recuentos, uno se duerme. Cortaba el césped de la vecina, hacía los mandados de otra más joven, barnizaba el quincho de su madre, caminaba alrededor del hipódromo varias veces al día. Y ni hablar de las puercas seis horas en las escuelas en las que le tocaba estar. Había sufrido veintisiete años ¿cuánto más debería soportar?
El tuerto, que ni siquiera se enojaría si se enterara que cuento lo que pude compartir con él, estaba contento de este nuevo trabajo. A pesar de que el cura tano, nonagenario y comeajo con el que se confesada semanalmente lo había absuelto, un poco de culpa todavía sentía de usar niñas de diez para sus nocturnas imágenes orgásmicas. Ahora era casi legal desnudar los cuerpos más sensuales.
Gerardo había elegido a una chica que cursaba en el aula junto al baño de varones. Una que no bajaba la mirada cuando sus miradas se encontraban, y pasaba varias veces al día frente a él. Inevitablemente las ilusiones afloraron y empezó a sonreír genuinamente, hasta aquella tarde.
Uno de los últimos días de calor eligió limpiar los vidrios del pasillo ancho. Había dejado para el final el más cercano al baño de las mujeres, para acercarse a un grupo que había entrado. Cuando vio a una de ellas le pidió que no tirara las colillas al piso. Detrás de ella apareció su niña y le dijo: No estamos fumando.
Entonces Gerardo se dio cuenta que era una niña nomás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

comentá si se te da la gana...